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Saturday, November 19, 2005

LA RESPONSABILIDA

  


      

   LA RESPONSABILIDAD MÉDICA Y EL CONSENTIMIENTO INFORMADO  
  DR. JULIO CÉSAR GALÁN CORTÉS 1


Resumen
El consentimiento informado es un presupuesto de la lex artis y, por lo tanto, un acto clínico, cuyo incumplimiento puede generar responsabilidad. Es una de las máximas aportaciones que el derecho ha realizado a la medicina. Es un derecho humano primario y a la vez una exigencia ética y legal para el médico. Su desarrollo conoció distintas etapas: "consentimiento voluntario", "consentimiento informado", "consentimiento válido"; actualmente, el "consentimiento auténtico" se caracteriza por adecuarse plenamente al sistema de valores del paciente. Salvo las circunstancias excepcionales que se analizan, sólo el paciente es el titular de este personalísimo derecho. Debe prestarse antes del acto médico y es revocable sin formalidad alguna. Si bien en la mayor parte de los casos el consentimiento es oral, existe una tendencia a documentarlo por escrito. Estos protocolos deben ser de base genérica y completarse en función de las características de cada caso. La validez del consentimiento se extenderá hasta donde haya llegado la información. El deber de informar alcanza a las consecuencias y riesgos que razonablemente se puedan prever, pero no sobre los excepcionales.



    Introducción
El consentimiento informado es un presupuesto y elemento integrante de la lex artis. Constituye, por consiguiente, una exigencia de la lex artis para llevar a efecto la actividad médico-quirúrgica curativa (1). Estamos, por tanto, ante un acto clínico, cuyo incumplimiento puede generar responsabilidad.

El principio del respeto de la persona (principio kantiano) pertenece a una concepción moral, en la que se dice que la dignidad del ser humano reside en su autonomía moral, y, por tanto, en su libertad (principio de autonomía).

Es un hecho incontrovertible que el consentimiento informado es ajeno a la tradición médica, que lo ha desconocido a lo largo de su historia, si bien en la actualidad constituye un presupuesto esencial de la relación médico-paciente, lo que redundará en una significativa mejora de la calidad asistencial.

El consentimiento informado ha llegado a la medicina desde el derecho y debe ser considerado como una de las máximas aportaciones que el derecho ha realizado a la medicina por lo menos en los últimos siglos. Estamos ante un "derecho humano primario y fundamental", esto es, ante una de las últimas aportaciones realizada a la teoría de los derechos humanos.

  
    Lejos queda aquella medicina paternalista, basada esencialmente en el principio de beneficencia, donde el médico decidía aisladamente ("autoridad de Esculapio"), en la mayoría de los casos, la actitud terapéutica adecuada a cada paciente ("todo para el enfermo, pero sin el enfermo"). Había, entonces, la errónea tendencia a pensar que un ser en estado de sufrimiento no era capaz de tomar una decisión libre y clara, por cuanto la enfermedad no sólo afectaba a su cuerpo, sino también a su alma.
Antaño, la relación médico-paciente era de tipo vertical, de forma que el médico desempeñaba el papel de tutor y el enfermo, el de desvalido (la palabra enfermo proviene del término latino infirmus, es decir, débil, sin firmeza, pero no sólo física, sino también moral; de ahí que histórica y tradicionalmente se haya prescindido de su parecer y consentimiento).

Este sustancial cambio de la relación entre el profesional médico y el paciente, transformando el tradicional esquema autoritario y vertical en otro tipo de relación democrática y horizontal, en el que se pasa de un modelo de moral de código único a un modelo pluralista, que respeta los diferentes códigos morales de cada persona, ha sido motivado por muy diversos factores: por una parte, la pérdida de esa atmósfera de confianza que, en épocas pretéritas, presidía indefectiblemente las relaciones médico-paciente, y, por otra parte, la complejidad creciente y correlativa especialización del ejercicio de la medicina, determinante, en último término, de una sensible deshumanización de su ejercicio.

Culturas médicas de tradición tan marcadamente paternalista como la japonesa, van evolucionando, inexorablemente, hacia estos criterios de autonomía. Así, la famosa sentencia de la Corte Suprema de Japón, de 19 de junio de 1981, reconoció y elaboró, por primera vez, el deber de explicación que correspondía al médico en su relación con el paciente, como parte integrante de su cometido profesional. En todo caso, la comisión para el estudio del consentimiento informado de Japón, en su informe de 1995, abogó porque este principio del consentimiento informado se difunda a través de su cultura y no de sus tribunales y leyes.

En la actualidad, el derecho del paciente a la autodeterminación y el respeto a la libertad del paciente son factores preponderantes a considerar en la relación médico-paciente, en tal forma que el derecho a la información es una manifestación concreta del derecho de la protección a la salud y, a su vez, uno de los derechos de la personalidad.

Como en todo contrato, y el contrato de servicios médicos u hospitalarios no es ninguna excepción, el primer elemento esencial para su válida constitución es el consentimiento de los contratantes, de conformidad con el artículo 1.261.1º del Código Civil español (2).

Del deber de información del médico se comenzó a hablar a finales del siglo XIX por parte de la doctrina alemana, alcanzando esta problemática un notorio desarrollo en la jurisprudencia de este país, así como en Francia y en los Estados Unidos de América.

La primera sentencia acerca del consentimiento informado tuvo lugar en las Islas Británicas en 1767, con ocasión del caso Slater versus Baker & Stapleton.

Uno de los primeros textos que imponía a los médicos la necesidad de obtener el consentimiento previo para los actos de experimentación científica, fue el promulgado en Alemania en 1931, bajo el título "Directivas concernientes a las terapéuticas nuevas y a la experimentación científica en el hombre", en cuyo artículo 12 se prohibía la experimentación en los casos en los que no se había obtenido el consentimiento; este mismo texto excluía de la experimentación a los menores de 18 años y a los moribundos.

En la década de los setenta se estudió esta cuestión en Alemania, encontrándose que generaba una importante actividad contenciosa, ya que dos terceras partes de los procedimientos seguidos por responsabilidad médica contemplaban supuestos de ausencia o insuficiencia de información. Similar atención presta al deber de información la jurisprudencia francesa y norteamericana. En esta última, en la que se elaboró un importante cuerpo jurisprudencial, una de las primeras resoluciones data del año 1906, en la que el Tribunal Supremo de Illinois, en el caso Pratt versus Davis, limitó la aceptación del consentimiento implícito a los supuestos de urgencia vital y a aquellos en que el paciente, en uso de sus facultades intelectivas y volitivas, libre y conscientemente, deje en manos del facultativo la toma de decisiones médicas que pudieran afectarle. En 1914, el Tribunal de Nueva York dicta una de las resoluciones más emblemáticas e influyentes, con ocasión del caso Schloendorff versus Society of New York Hospital, al examinar un interesante supuesto, consistente en la extirpación de un tumor fibroide del abdomen de un paciente durante una intervención que se proyectaba como meramente diagnóstica (se trataba de una laparotomía exploradora) y en la que el paciente, de forma específica, había dejado expresado que no quería ser operado; en el fallo, el juez Benjamín Cardozo consideró que "todo ser humano de edad adulta y juicio sano tiene el derecho a determinar lo que se debe hacer con su propio cuerpo; por lo que un cirujano que lleva a cabo una intervención sin el consentimiento de su paciente, comete una agresión, por la que se pueden reclamar legalmente daños". No obstante el enunciado del principio general del consentimiento, la sentencia fue absolutoria para el médico que había realizado una operación con la oposición expresa del paciente, aunque la razón, de tipo más procedimental que sustantivo, fue que la demanda se había centrado en la responsabilidad del hospital por daños causados por cirujanos que utilizaban sus instalaciones.

A raíz de esta resolución, se formó en los Estados Unidos de América un importante y copioso cuerpo jurisprudencial, precursor en gran parte del alcance de esta problemática, que marcó las diversas etapas que han presidido el desarrollo del consentimiento informado, hasta adquirir las actuales características, y que podemos sintetizar en las cuatro siguientes: 1) la primera etapa, denominada "consentimiento voluntario" (1947), surge como consecuencia de los crímenes del Instituto de Frankfurt para la Higiene Racial y de los campos de concentración de la Alemania nazi (el código de investigación de Nuremberg, establecido a raíz del proceso contra los criminales nazis, proclama, en su párrafo inicial, que "el consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente esencial"); 2) la segunda etapa, denominada propiamente del "consentimiento informado", surge con el famoso caso Salgo, a finales de los años 50; 3) la tercera etapa del consentimiento informado se conoce como "consentimiento válido", se basa en el caso Culver (1982) (3): "la obtención del consentimiento informado puede ser formalmente correcta y además se puede valorar adecuadamente la capacidad del paciente, pero el consentimiento otorgado puede no ser válido porque interfieran en la decisión diversos mecanismos psíquicos de defensa", y 4) la cuarta etapa, conocida como la del "consentimiento auténtico", se caracteriza por la decisión auténtica del paciente, entendiendo como tal la que se encuentra plenamente de acuerdo con el sistema de valores del individuo.

Al finalizar la década de los setenta, el informe de la comisión presidida por Hugez Mac Aleese concluye afirmando que la primera causa de procesos judiciales contra los médicos es la falta de información a los enfermos y a sus familiares.

El juez Laskin, de la Corte Suprema de Canadá, señaló en 1981, con ocasión de la sentencia dictada en el caso Reibl versus Hughes, que "los defectos relativos al consentimiento informado del paciente cuando se trata de su elección libre e informada sobre el sometimiento o el rechazo a un adecuado y recomendable tratamiento médico, constituyen infracciones del deber de cuidado exigible al médico".

El derecho español, sin alcanzar aún tales cotas de litigiosidad, se ha incorporado rápidamente al conjunto de problemas que plantea el deber de información de los profesionales sanitarios.

Dentro del marco de la autodeterminación y libre desarrollo de la personalidad, el consentimiento informado es el proceso gradual que tiene lugar en el seno de la relación sanitario-usuario, en virtud del cual el sujeto competente o capaz recibe del sanitario bastante información, en términos comprensibles, que le capacita para participar voluntaria, consciente y activamente en la adopción de decisiones respecto al diagnóstico y tratamiento de su enfermedad (1).

Lo importante es hacer del consentimiento informado un instrumento para la realización de un principio esencialísimo: que la persona sea dueña efectiva de su destino, como corresponde a su infinita dignidad, y que esta información sea auténtica, humana, en el sentido de acompañarla con el calor debido a algo tan trascendente como son las decisiones en las que puede estar afectada la vida, la integridad corporal o la salud física o psíquica.

Es unánime en la doctrina y la jurisprudencia actual la consideración de que la información del paciente integra una de las obligaciones asumidas por el equipo médico, y es requisito previo a todo consentimiento, al objeto de que el paciente pueda emitir su conformidad al plan terapéutico de forma efectiva, y no viciada por una información sesgada o inexacta, puesto que el tenor de la obligación médica comprende no sólo la aplicación de las técnicas o intervenciones adecuadas en el estado actual de la ciencia médica (núcleo principal de su deber prestacional), sino también el deber de dar al paciente la información adecuada en cada caso, muy a pesar de que no haya sido expresamente pactada.

La información resulta exigible de toda actuación terapéutica, incluso en aquellos supuestos extremos y excepcionales de tratamientos sanitarios obligatorios por razones de salud pública, en los que no se requiere el consentimiento.

El derecho a la información del paciente puede hallarse desvinculado de cualquier acto de voluntad por su parte, en tal forma que la información a que alude la Ley General de Sanidad Española (Ley 14/1986, de 25 de abril) no siempre ha de concebirse como una condición previa a la libre opción terapéutica del paciente, sino que implica, asimismo, el derecho a conocer su estado de salud y su proceso en todo momento; de ahí su derecho a recibir el informe de alta al finalizar su estancia en una institución hospitalaria o su disposición sobre la historia clínica (artículos 10.11 y 61, respectivamente, de la meritada Ley General de Sanidad) (4).

El derecho a la información sanitaria suficiente corresponde, obvio es decirlo, no sólo a la persona enferma sino también a la persona sana, y ello como corolario lógico de su derecho a la protección de la salud, lo que le permitirá adoptar medidas de carácter preventivo o actitudes de vida que redunden en un mejor estado de salud, así como acciones dirigidas a la consecución o ablación de determinadas funciones biológicas.

El consentimiento informado es, por consiguiente, no sólo un derecho fundamental del paciente, sino también una exigencia ética y legal para el médico.

Presupuestos del consentimiento informado

Titular

Dada la naturaleza personalísima del bien jurídico en juego, del que sólo el paciente es su titular, resulta evidente que es el propio paciente o usuario de los servicios sanitarios quien ostenta el derecho y quien debe consentir la actuación o intervención médica, siempre y cuando su capacidad natural de juicio y discernimiento se lo permita.

Cuando se trate de menores que reúnan condiciones de madurez suficiente y en los que, por tanto, su capacidad de juicio y entendimiento les permita conocer el alcance del acto médico para su propio bien jurídico, deben ser ellos mismos quienes autoricen la intervención médica, por virtud de lo normado en el artículo 162.1 del Código Civil español (2).

El tema de la madurez o capacidad de entendimiento necesario ha de acogerse al margen de la edad, debiendo tenerse en cuenta al respecto la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que reconoce, en su artículo 5, el derecho del menor a recibir información en general, por lo que con mayor razón la habrá de recibir cuando afecte a su persona, siempre que sus condiciones de madurez lo permitan (5). Además, el artículo 9 del citado cuerpo legal, atribuye al menor el derecho a ser oído en ciertos asuntos, a los que no debería ser ajeno el que nos ocupa, dado que incide directamente en un bien personalísimo (5).

En caso de conflicto entre la voluntad del menor con suficiente capacidad de juicio y discernimiento y la de sus padres o representantes legales, debe prevalecer la voluntad del menor, por cuanto estamos ante un acto que afecta a bienes como la libertad, la salud y la vida del paciente, y, por consiguiente, ante derechos de la personalidad. En caso de discrepancia entre el menor y su tutor o representante, existiendo dudas sobre sus condiciones de madurez, parece razonable que decida el juez, pudiendo el menor acudir al Ministerio Fiscal; pues si la disposición final duodécima de la antedicha ley, da nueva redacción al párrafo primero del artículo 211 del Código Civil, exigiendo la autorización judicial para el internamiento por razón de trastorno psíquico de un menor, no parece extraño que, en casos de discrepancia del padre y del menor con madurez suficiente discutible, decida el juez cuando se trata de intervenciones que entrañen riesgo notorio o previsible (2).

La intervención de los representantes legales ha de ir encaminada a favorecer la salud del representado, en tal forma que en aquellos casos en los que el padre o tutor del menor no consiente una actuación médica, en base, por ejemplo, a sus convicciones religiosas (como sucede, con cierta frecuencia, con los Testigos de Jehová), muy a pesar de que la misma resulta necesaria y urgente para preservar la salud del menor, el juez podrá suplir tal autorización, por cuanto actuará en beneficio del menor, con lo que se corregirá el abuso de derecho del padre o representante del menor.

Si el paciente no posee condiciones de madurez suficiente para consentir el acto médico y para conocer su alcance, deberán ser sus padres o representantes legales quienes otorguen el preceptivo consentimiento, de conformidad con los artículos 154 y 216 del Código Civil español (2).

Cuando el paciente se encuentra inconsciente y se hallase su vida en peligro, en tal forma que no fuere posible demorar la actuación médica ante el riesgo patente de que se produjere su muerte o lesiones irreversibles, y no fuere posible localizar con la urgencia del caso a sus representantes legales o a sus familiares, el médico puede actuar lícitamente amparado por el estado de necesidad.

En suma, resulta necesario limitar las facultades de intervención ajenas, para obviar que un tercero, contra la voluntad del titular, decida por éste qué riesgos ha de asumir o a qué bienes ha de renunciar.

Tiempo

El consentimiento del paciente debe prestarse antes del acto médico que se pretende llevar a efecto, y ha de subsistir a lo largo de todo el tratamiento del mismo, en tal forma que el consentimiento sea modulado a lo largo de todo el proceso terapéutico en el caso de enfermedades crónicas que precisan tratamiento en distintas fases, con lo que se protege el derecho a la libertad del paciente. Se trata, por consiguiente, de una información de tracto sucesivo o de ejecución continuada y no de tracto único.

El consentimiento del paciente es temporal y revocable sin sujeción a formalidad alguna.

Forma

En principio no se requiere ningún requisito especial de índole formal para la validez del consentimiento, si bien la Ley General de Sanidad española exige en el artículo 10.6 la forma escrita del consentimiento para la realización de cualquier intervención, salvo en supuestos de urgencia, incapacidad del enfermo o de riesgo para la salud pública (4). Sobre esta cuestión, entendemos que se produce en la redacción de la ley española una cierta arritmia o desconexión con la realidad práctica, pues estamos ante uno de los pocos casos en los que el derecho va por delante de los hechos, desconociendo la práctica usual de la medicina, por cuanto en la mayoría de las ocasiones el consentimiento se presta de forma oral, si bien es cierto que cada vez existe una conciencia más extendida entre la clase médica de solicitar el consentimiento escrito para salvaguardarse de las posibles reclamaciones que por esta causa pudieren formularse, especialmente tras las diversas resoluciones judiciales que ponen el acento en esta circunstancia, al cargar sobre el médico la prueba de haber obtenido el preceptivo consentimiento informado.

Es innegable que el consentimiento informado es un procedimiento gradual y básicamente verbal, aun cuando la Ley General de Sanidad española exija su forma escrita para cualquier intervención, y ello quizá con la finalidad de garantizar su obtención (4). En cualquier caso, este documento, que deberá presentarse al enfermo con suficiente antelación, al objeto de que pueda reflexionar tranquilamente al respecto, no puede ni debe sustituir a la información verbal que es, sin duda alguna, la más relevante para el paciente.

Insistimos, no obstante, en la validez de la forma oral, salvo en supuestos muy concretos, como en los casos de donación y trasplante de órganos o en los casos de ensayos clínicos sin interés terapéutico particular para el sujeto de la experimentación, en los que se exige la forma escrita del consentimiento para su validez, ya que se trata de actos médicos en los que quien se somete a ellos arriesga su salud sin recibir beneficio alguno a cambio, por lo que la libertad y la conciencia del consentimiento de quienes se someten a tales procederes ha de quedar plenamente garantizada.

En nuestro criterio, la forma escrita exigida por la Ley General de Sanidad española es una forma ad probationem y no ad solemnitatem. Sobre este particular, hemos de manifestar que la carga de la prueba corresponde al médico, y ello de acuerdo con el criterio establecido en materia de información, en el sentido de que pesa sobre quien lo afirma la carga de la prueba de la prestación, por cuanto de invertir tal carga y desplazarla sobre el paciente, se le impondría a éste una prueba diabólica (probar un hecho negativo, esto es, que no se le dio la necesaria información, ni otorgó el preceptivo consentimiento informado), mientras que para el médico se trata de probar un hecho positivo, del que podría dejar buena constancia en la historia clínica del paciente, a tenor de lo normado en el artículo 10.6 de la Ley General de Sanidad española (4).

Toda la argumentación doctrinal tiende a exonerar al enfermo de tal prueba, que, en principio, según las reglas generales le correspondería en cuanto demandante. El onus probandi del consentimiento informado recae sobre el médico por su situación de primacía, dado que para él resultará más fácil dejar exacta constancia de los términos del mismo y, por ende, su acreditación. No obstante, sin tal exigencia formal, el médico puede probar que cumplió con su deber de información por otros medios de prueba admitidos en derecho (testigos sin tacha, cinta magnetofónica que lo acredite, historia clínica, etcétera). Parece necesario, en cualquier supuesto, atender a las circunstancias del caso concreto y a la mayor o menor facilidad de las partes para la aportación del material probatorio adecuado, teniendo siempre presente el lógico equilibrio inter partes y la necesaria confianza que prima en la relación médico-paciente.

En la actualidad existe una cierta psicosis en la clase médica por dejar documentado el consentimiento de todo paciente que va a ser sometido a una intervención quirúrgica, por lo que desde ciertos sectores se preconiza el uso de protocolos específicos de información y consentimiento, estimando que les protegerán, a modo de "paraguas", contra futuras reclamaciones.

Consideramos que los protocolos de información deben ser muy genéricos y complementarse específicamente para cada caso, en base a las circunstancias concurrentes en cada supuesto concreto, de acuerdo con las características propias e individuales de cada paciente, así como las del médico actuante y las del centro hospitalario en que se lleve a cabo su intervención, pues serán factores que harán modificar, ponderar o matizar esa información, de base genérica inicialmente. En este sentido, entendemos que debe darse un "consentimiento informado ad hoc", esto es, que debe ser adecuado a la realidad precisa en cada caso y en cada momento.

De ahí, que tales protocolos de consentimiento informado, aunque de base genérica, deben completarse en función de las circunstancias propias de cada caso, al objeto de lograr esa especificidad necesaria y deseable, apartándose, palmariamente, de esa especie de "contratos de adhesión" tan al uso, hasta fechas recientes, en muchos hospitales de nuestra red sanitaria, en los que se firmaban incluso en blanco los referidos documentos, sin mediar, en algunas ocasiones, la necesaria información previa, por lo que se trataba, en puridad, de un verdadero formulismo y formalismo.

Objeto

El objeto del consentimiento informado lo constituye el tratamiento médico-quirúrgico ajustado a la lex artis ad hoc y con los riesgos que le son inherentes, pero no comprende el resultado que es aleatorio, dada la incidencia en el mismo de múltiples factores endógenos y exógenos, ajenos al actuar del facultativo interviniente y que pueden truncar el fin perseguido, dada la obligación de medios o actividad que preside su actuación, aunque la diligencia exigible sea la propia de las obligaciones del mayor esfuerzo, ante la trascendencia vital que, en muchas ocasiones, reviste para el paciente el proceder del médico.

Si el paciente desconoce ex ante los riesgos y posibles complicaciones de la intervención a que va a ser sometido, parece evidente que no los puede asumir, siendo el médico, al transgredir esa obligación de información, quien asumirá por sí solo los riesgos del acto quirúrgico.

El consentimiento se concreta a la específica intervención de que se trate, sin que, salvo caso de urgencia intercurrente y de actuación necesariamente inaplazable, pueda extenderse la actividad del facultativo a otras actuaciones ajenas a la inicialmente autorizada y que determinen la extracción, cercenamiento o lesión de cualquier otro órgano.

Contenido y límites del consentimiento informado

El médico debe informar al paciente de todas aquellas circunstancias que puedan incidir de forma razonable en la decisión a adoptar por el mismo, por lo que deberá informarle sobre la forma (medios) y el fin del tratamiento médico, señalándole el diagnóstico de su proceso, su pronóstico y las alternativas terapéuticas que existan, con sus riesgos y beneficios, así como la posibilidad, caso de ser conveniente, de llevar a efecto el tratamiento en otro centro sanitario más adecuado.

El consentimiento del paciente se extenderá, en cuanto a su validez y eficacia, hasta donde haya sido informado.

El enfermo debe recibir del médico la información necesaria para estar en condiciones de adoptar la decisión que juzgue más oportuna, con un conocimiento exacto de la situación en que se encuentra, sin que baste la autorización formal para una determinada intervención si no va precedida de la cumplida y adecuada información.

El paciente tiene que saber lo que consiente (nihil volitum quem praecognitum, nada es querido si antes no es conocido), esto es, el motivo, la urgencia, el alcance, la gravedad, los riesgos, las consecuencias, así como los posibles efectos secundarios de la actuación proyectada y las eventuales alternativas de tratamiento, lo que en modo alguno significa que el médico desarrolle una lección magistral, para la que obviamente el enfermo no se encuentra, a priori, preparado.

La desafortunada redacción del artículo 10.5 de la Ley General de Sanidad española ha generado múltiples discusiones y discrepancias en la clase médica sobre el alcance de la información que el facultativo debe suministrar al enfermo (4).

En primer lugar, el precepto señala que la información debe facilitarse al paciente y a sus familiares o allegados, lo que es un error, ya que sólo el paciente es titular del derecho, existiendo por parte del médico una obligación de confidencialidad de toda la información relacionada con su proceso y con su estancia en instituciones sanitarias (artículo 10.3 de la Ley General de Sanidad), por lo que sólo en caso de incapacidad del paciente habrá lugar a tal información a sus familiares o allegados (término este último de enorme imprecisión y que, al no ser determinables, puede ser fuente de conflictos), y ello siempre que el paciente no lo haya prohibido expresamente con anterioridad (4).

En segundo lugar, el mentado artículo 10.5 de la Ley General de Sanidad habla de información "completa" y continuada, lo que resulta inviable en la práctica habitual. A la vista de estas objeciones, consideramos que el mencionado precepto debería ser modificado en los siguientes términos: "derecho a que se le dé, en términos comprensibles, a él y, en su defecto, a sus familiares, siempre que no exista prohibición expresa del interesado, información razonable (suficiente) y continuada...", con lo que se ajustaría su redacción a la realidad, evitando expresiones incompatibles con la práctica médica diaria (4).

El consentimiento tiene que producirse necesariamente tan sólo después de conocer el enfermo el alcance de la intervención, las posibilidades de resultados desgraciados, la probabilidad de peligro y la posibilidad de que el resultado operatorio sea también parcialmente diferente de lo proyectado.

El facultativo debe poner en conocimiento del paciente la técnica o procedimiento curativo que es utilizado por la ciencia médica dominante. Cuando el paciente se encuentra en una situación en la que existen varios métodos o técnicas de tratamiento, el médico debe informar sobre tales posibilidades o alternativas al enfermo. Si el médico se decidiera a poner en práctica un método nuevo o un tratamiento diferente al empleado habitualmente por la ciencia médica dominante, la información sobre sus posibilidades, ventajas e inconvenientes debe ser mucho más detallada e inequívoca.

Cuando existen distintas alternativas terapéuticas, el médico no siempre determinará cuál es la mejor para un determinado paciente, por cuanto las personas poseen valores y objetivos que no siempre son coincidentes, en el sentido de que la elección no será indefectiblemente aquella que maximice la salud, sino la que promueva el máximo bienestar dentro de la escala de valores individual de cada persona, en tal forma que habrá casos en los que tratamiento y no tratamiento podrán considerarse alternativas aceptables y válidas, en función del proyecto vital de cada persona.

La doctrina penal considera que el grado de precisión con el que debe ser informado el paciente ha de estar en relación inversa a la urgencia con la que la intervención ha sido médicamente indicada, lo que equivale a la aplicación del estado de necesidad en situaciones de urgencia vital, sin que ello suponga la eliminación del deber médico de informar, sino tan sólo el retraso en su exigibilidad al momento inmediato posterior a la de la intervención.

Hay distintos factores o criterios que deben ser considerados a la hora de determinar el contenido del deber de información del médico: unos de carácter subjetivo y otros objetivos.

En el primer grupo deben ponderarse, entre otros, el nivel cultural, la edad y la situación personal, familiar, social y profesional del paciente.

Dentro de los factores de carácter objetivo, deben evaluarse los siguientes: la urgencia del caso, la necesidad del tratamiento, la peligrosidad de la intervención, la novedad del tratamiento, la gravedad de la enfermedad y la posible renuncia del paciente a recibir información. En este sentido, cuanto más urgente es una intervención médica, menor precisión es exigible en la información médica a suministrar al paciente. Otro tanto es predicable de la necesidad de tratamiento, de forma que cuanto menos necesario sea un tratamiento, más rigurosa ha de ser la información, debiendo ser extrema en las intervenciones estéticas y, en general, en la denominada cirugía voluntaria o satisfactiva (vasectomías, ligaduras de trompas, rinoplastias, mamoplastias, dermolipectomías), a diferencia de la cirugía curativa o asistencial en la que la información puede ser menos rigurosa.

Por otra parte, cuanto más peligrosa y novedosa sea una intervención, más amplia debe ser la información que se facilite al paciente.

En lo que respecta a la gravedad de la enfermedad, se discute mucho sobre el alcance de la información que debe darse al paciente, pues desde algún sector se estima necesario silenciar la gravedad del cuadro, mientras que otros autores consideran que al paciente terminal hay que decirle la verdad. En nuestro criterio, al paciente terminal debe decírsele la "verdad soportable", para evitar una crueldad innecesaria y perniciosa para el propio paciente. Se habla, en estos casos, del "privilegio terapéutico del médico", lo que provoca un conflicto entre el derecho de autodeterminación del paciente y el principio de asistencia, por lo que deben primar factores psicológicos y humanos por parte del médico a la hora de abordar esta cuestión, teniendo siempre presente que debe ser el interesado quien decida si desea o no conocer su propia situación, y para ello la psicología del facultativo resultará esencial; en todo caso, el médico que se valga de este privilegio para minorar la información facilitada a su paciente, deberá poseer convincentes razones para justificar que una actitud contraria causaría un daño grave al paciente, ya que este privilegio terapéutico del médico debe ser la excepción y no la regla.

Las explicaciones impartidas a los pacientes para obtener su consentimiento deben hallarse, por tanto, adaptadas a su capacidad de comprensión y a los distintos factores subjetivos y objetivos ya mencionados, por lo que serán muy variables en función de cada supuesto, aunque parece conveniente que, en todo caso, la información no genere en el paciente un aumento desproporcionado de su angustia e inquietud, en consonancia con lo expuesto, en tal forma que la psicología del médico debe representar un elemento decisivo sobre este aspecto.

Resulta evidente que no todo se puede decir a todos los pacientes, dependerá de a quién y de cuándo, así como de la enfermedad que le afecta (resulta obvio que en una rinoplastia o en una intervención para la modificación del sexo deben señalarse con absoluto rigor todos los riesgos, pero no será lo mismo cuando se trate de un paciente con un carcinoma laríngeo avanzado, sin que ello implique negar información a este paciente, que, insistimos, debe decidir el quantum de la información que desea), buscando siempre lo más aconsejable para el mismo, y analizando con suma cautela cada caso, lo que en modo alguno equivale a regresar al paternalismo y al principio de beneficencia de nuestra tradición médica. No puede olvidarse que una información excesivamente exhaustiva, puede, en su posible "brutalidad", dañar más al enfermo que beneficiarle.

El paciente deberá disponer, en suma, de un balance equilibrado de riesgos y beneficios de las terapias existentes, para poder tomar su decisión personal al respecto; y ello, en modo alguno, puede conducir a una información disuasoria ("consentimiento asustado").

Otra cuestión harto debatida es la concerniente a la necesidad de informar al paciente cuando ha sido o va a ser tratado por personal sanitario portador del VIH. El tema surgió con fuerza en los Estados Unidos de América, a raíz del caso "Kimberly Bergalis", cuando este paciente declaró haber contraído el Sida en la consulta de su dentista, creándose una enorme alarma social entre los pacientes de este profesional, como consecuencia de una carta póstuma que dejó, publicada en la prensa, en la que recomendaba a sus clientes que se hicieran la prueba del Sida. Las investigaciones epidemiológicas llevadas a efecto en este caso, concluyeron estimando como válida la hipótesis de la transmisión directa del virus del dentista al paciente, en lugar de la transmisión paciente a paciente, quizá a través de heridas que el dentista se produjo durante la realización de distintos tratamientos dentales, con lo que hubo una exposición directa de los pacientes a su sangre.

Cuando se trata de procedimientos exploratorios o terapéuticos no invasores, sin riesgo de contagio, no consideramos necesaria tal comunicación, pues con ella lo único que se conseguiría sería un perjuicio tanto para el personal sanitario como para el paciente, al que se inquietaría y angustiaría de forma innecesaria, generando una desproporcionada alarma social, ante la ausencia de riesgo de infección en tales casos.

El riesgo de transmisión del VIH desde el profesional sanitario al paciente sólo es concebible mediante técnicas invasoras específicas que provocan un riesgo de autolesión con sangrado, por lo que los profesionales sanitarios infectados con el VIH no deberían realizar tales técnicas invasoras, por constituir una fuente potencial de infección, y en caso de haberlas realizado debería comunicarse tal circunstancia al paciente, respetando en lo posible la confidencialidad del profesional sanitario. Sin embargo, las restantes técnicas exploratorias o terapéuticas pueden ser realizadas sin reservas, y no precisarían, en nuestro criterio, su comunicación al paciente, para evitar alarmas injustificadas.

En cualquier caso, no debemos olvidar que estamos hablando de un riesgo que, aunque sea remoto, es grave, previsible y evitable, e incluso podría considerarse, hasta cierto punto, típico, en cuanto su transmisión lo sería por personal sanitario infectado por el VIH y que realizaría tal proceder invasor, de ahí que consideremos la necesidad de su información al paciente ex ante, en los supuestos antes meritados en los que existe este riesgo de transmisión.

En cuanto a los límites del deber de información del médico, estimamos que debe informarse sobre las consecuencias y riesgos que razonablemente se puedan prever, es decir, los riesgos "típicos", pero no sobre los excepcionales o "atípicos", esto es, aquellos que de acuerdo con la ciencia y experiencia médica no son previsibles en el acto médico concreto a efectuar. No puede, por consiguiente, omitirse información sobre las consecuencias seguras y relevantes, ni sobre las posibles y previsibles, y ello con absoluta independencia de su verificación y cuantificación estadística. El criterio puramente estadístico o porcentual no es suficiente a la hora de decidir la información a facilitar al paciente, siendo preciso contemplar otra serie de importantes variables, como pueden ser el estado del paciente, la competencia del cirujano, la calidad del centro hospitalario y la especificidad del acto en sí. Así, por ejemplo, en una vasectomía debe informarse del riesgo de recanalización de los conductos deferentes, o en una tiroidectomía del riesgo de lesión del nervio recurrente, y ello con independencia de que tales eventos sucedan en menos de 1% de los casos, ya que se trata de riesgos típicos y específicos de las intervenciones referidas. Lo que resulta indiscutible es que el médico ha de informar, en todo caso, de las consecuencias seguras y relevantes que se producirán a raíz de su actuación.

De esta forma, en aquellas intervenciones quirúrgicas en que existe un determinado porcentaje de posibilidades de producirse un resultado lesivo, el médico tiene la obligación de informar de tales eventualidades al enfermo, y la inobservancia de esta obligación implica una actuación incorrecta, que conllevará su obligación de indemnizar por el resultado dañoso producido, caso de generarse, y ello con independencia de que su actuación técnicamente sea correcta, pues la cumplida información de dichos riesgos integra una de las obligaciones asumidas por el médico o equipo médico actuante.

Summary

Informed consent is an argument per se of the lex artis and therefore a clinical act, whose nonperformance may cause responsibility. It is one of the most important contributions to medical jurisprudence. It is a primary human right as well as an ethical and legal requirement for physicians. Different stages of this concept can be pointed out: "voluntary consent", "informed consent", "valid consent"; nowadays "authentic consent" fully fits patients' values. Solely the patient is entitled to this right, except for exceptional circumstances analysed in the present report. Informed consent must be asked for before the medical intervention is due, and may be withdrawn at any time. Despite the fact that in many cases "Verbal consent" suffices, there is an upward tendency to written consents. Protocols must be generic as well as being filled in according to each particular case. Consents would be valid up to the amount of information provided. The obligation of providing information goes up to predictable outcomes and risks but does not apply for exceptions.

Résumé

Le consentement informé est un budget de la lex artis, il s'agit donc d'une action clinique dont la mégarde peut originer de la responsabilité. Il est question de l'un des plus importants apports que le droit a fait en médecine. Il s'agit d'un droit humain primaire, ainsi que d'une exigence étique et légale pour le médecin. Son développement a connu de différentes étapes: "consentement volontaire", "consentement informé", "consentement valide"; actuellement, le "consentement authentique" s'adapte complètement au système de valeurs du patient. À l'exception de circonstances exceptionnelles qu'on analyse, seul le patient est titulaire de ce droit essentiellement personnel. Il doit s'offrir avant l'action médicale et il est révocable sans aucune formalité. Quoique dans la plupart des cas le consentement est oral,il existe une tendance à le documenter par écrit. Ces protocoles doivent être de base générique et se compléter en fonction des caractéristiques de chaque cas. La validité du consentement s'étendra là où l'information est arrivée. Le devoir d'informer comprend les conséquences et les risques qu'on puisse prévoir raisonnablement, mais pas les exceptionnels.

  



  
    Bibliografía
Galán Cortés JC. El consentimiento informado del usuario de los servicios sanitario. Madrid: Colex, 1997: 162.
Código Civil Español (24 de julio de 1889).
International Encyclopedia of Laws. Medical Law. Kluver Law International. Amsterdam, 1993 (vol. 1).
Ley General de Sanidad. Ley 14/1986 25 de abril. Boletín Oficial del Estado Español 29 de abril de 1986, Nº 102.
Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor (Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento civil (15 de enero, 1996). Boletín Oficial del Estado Español, 17 de enero de 1996 (Nº 15)..

    
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1. Doctor en Medicina. Abogado.Universidad de Oviedo. España.
Correspondencia: Dr. Julio César Galán Cortés. Plaza del Seis de Agosto, 9-5ºG. 33206 Gijón, España.
e-mail: galan@airastur.es
Presentado: 15/10/98
Aceptado: 20/11/98

  

  

        
  



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