El valor de la vida
Carlos Peña
Hannah Jones tiene apenas trece años; pero ha padecido como si anduviera por los ochenta y hubiera estado condenada a no tener respiro. Nació con apraxia y no pudo caminar hasta que cumplió tres años. Apenas salió de eso, le diagnosticaron leucemia. La quimioterapia le hizo caer el cabello y dañó la piel de todo su cuerpo. Y los medicamentos que debió ingerir le estropearon el corazón. Entonces fue que le comunicaron que su única posibilidad de evitar la muerte temprana era un trasplante.
No lo voy a hacer -dijo ella. Quiero volver a casa -insistió.
Y sus padres -contra la opinión pública y los tribunales- la apoyaron.
Ahora Hannah espera tranquila que llegue el último día; y mientras tanto, confía ir a Disney y conocer ese mundo tan distinto al que a ella le tocó en suerte.
¿Es razonable la decisión de los padres de aceptar el deseo de Hannah? ¿Acaso ella no está rehusando un bien que no le pertenece, un regalo que debería estar dispuesta a tomar contra viento y marea?
Desde luego, el caso de Hannah no es, en rigor, uno de eutanasia. La eutanasia supone causar la muerte, sea por acción u omisión. Este caso es distinto: la niña rehúsa un tratamiento incierto y costoso, no uno razonable y proporcionado. Ella no quiere morir; pero no está dispuesta a pagar cualquier precio para impedirlo.
El punto de vista de Hannah es razonable. Todos sabemos que a veces hay cosas peores que la muerte. Y es que los seres humanos no deseamos vivir: queremos vivir bien; no nos basta estar, queremos bienestar, y eso incluye la posibilidad de comunicarnos, no padecer dolores intolerables, no ser sometidos como si fuéramos una cosa a discreción de una voluntad ajena. Así, entonces, no hay que extrañarse que esa niña -puesta a escoger- haya preferido la muerte a estar a merced del sufrimiento; la vida familiar a la del hospital; su madre al médico; sus hermanos a las enfermeras; una muerte ataviada con su vestido favorito y rodeada de sus padres, a expirar en una urgencia envuelta en un delantal.
Hasta cierto punto, Hannah toma así venganza del azar que la ha maltratado desde que nació. Su decisión le confiere significado, en la hora final, a la vida de lágrimas que le asignó la lotería natural. Ella, sometida en cada uno de los momentos de su vida al sufrimiento y a la decrepitud de su cuerpo, toma ahora el control y decide escribir el guión de los últimos días. Luego de su decisión, el sufrimiento padecido por tantos años adquiere una cierta dignidad. Allí, donde la naturaleza y la técnica creían imperar a sus anchas, una niña les dice que es ella quien tiene la última palabra.
Todo un ejemplo del valor de la vida humana.
Y es que el valor de la vida humana no deriva de su carácter físico o biológico, sino que proviene del significado que es capaz de asignarle aquel que la vive. Nos interesa vivir, porque al hacerlo, desplegamos un guión que cada uno, fueren cuales fueren las condiciones que le tocaron en suerte, escribió. Por eso -y al revés de lo que piensa un cierto conservantismo- no tiene sentido proteger la vida de alguien contra su voluntad razonada. Un significado impuesto coactivamente -como si el Estado obligara a vivir sobre la base que la vida es un don que no podemos rechazar- no es en absoluto un significado.
Por eso, el Estado o la Iglesia, o lo que fuera, pueden intentar persuadirnos acerca de lo que creen es mejor para nosotros (oportunidades en Chile les sobran), pero si no lo consiguen, no deben imponer de ningún modo sus propias elecciones sobre las nuestras. Podemos equivocarnos al decidir cuál es nuestro mejor interés, pero que cada uno pueda elegir qué es mejor para sí mismo es un valor que es indispensable proteger.
Cuando Hannah desoyó el consejo de los médicos y se dispuso, al lado de sus padres, a hacer respetar su decisión contra viento y marea, estaba enseñándonos que no toda vida merece la pena y que nuestra voluntad importa.
Por supuesto, la anterior es una buena razón no sólo para apoyar una decisión como la de Hannah y sus padres, sino también para promover la eutanasia. Después de todo, no tiene ningún sentido que en la hora final, la hora que más interesa, quedemos entregados a una voluntad que no es la nuestra.
CONSULTEN, OPINEN , ESCRIBAN LIBREMENTE
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en RSE de la ONU
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