¿Fumar es de pobres, de tontos o de…?
Martes, 23 de Noviembre de 2010
No es que yo sea exfumadora. Es que fui la Lisbeth Salander del tabaco. Fumé la mitad de los años que tengo y tragándome el humo como si no hubiera un mañana, que ya me dirás para qué lo iba a haber. Camel era mi marca, aunque nunca le hice ascos a un buen Marlboro. Rojo. Con la única excepción de la Coca-Cola, lo light me ha dado siempre mucho asco. Se va a por todas o no se va. Yo fumaba al levantarme, al acostarme y en cada paso intermedio. Fumando esperaba y me hacía esperar. Fumaba con el café, con el gintonic y con el arroz a la cubana. Entre plato y plato y entre polvo y polvo, que si duraban demasiado ya me empezaba a poner nerviosa, como cuando estás atrapado en el cine con el mono de nicotina, y entonces todos somos Carlos Boyero. Fumaba en la cocina y en algún momento de inspiración no descarto haber fumado en la ducha.
Cuando dejé de fumar lo dejé de un día para otro. Ya va para nueve años y nunca he vuelto. Sin parches ni pastillas ni libros de autoayuda ni terapia. ¿El secreto? Uno muy sencillo que no falla nunca: jodiéndome. Pasándolo mal. Y no haciéndome ninguna ilusión de que podía ser de otra manera.
Una vez aceptado que hay que pagar peaje, la frustración se extingue sorprendentemente rápido y las ventajas acuden en tropel. A día de hoy yo no es que no sienta tentaciones de volver a fumar, es que la perspectiva del tabaco me repugna más que la de quedarme encerrada en un ascensor con Silvio Berlusconi.
¿He pasado entonces de ser una sumisa del cigarrillo a una dominatrix que fustiga látigo en mano a los aún fumadores? Ya me gustaría a veces, ya, visto lo que el cigarrillo me perturba a día de hoy. Pero incluso así (e incluso teniendo en cuenta la españolísima tendencia a fumar donde está permitido y también donde está prohibido, lo cual quizás explica que se hagan leyes cada vez más duras, pues el legislador se ve obligado a descontar el porcentaje casi obligado de incumplimiento) digamos que yo no me veo en ese papel. Puedo abrirle amablemente la cabeza a cualquier fumador que intente ejercer en las inmediaciones de mi hija de cuatro años. Pero si la niña no está, que todo el mundo haga que lo que quiera. Este es un país casi libre.
Es curioso cómo el debate sobre el tabaco toca pinza pocos un nervio vivo de libertad. Cuando yo fumaba encontraba absolutamente indignante y avasallador que me lo prohibieran. Jamás reaccioné así con ninguna otra sustancia. Obedientemente me iba al baño a consumir otras cosas por cuya legalización abogaba, pero sin poner para nada los brazos en jarras. Poniéndome más bien a la defensiva ("pero si esto no engancha lo que dicen", "pero si es mucho peor meterse tres whiskies", "pero si en todo caso te haces daño tú y no perjudicas a nadie", etc). Con el tabaco no se argumenta jamás nada de eso. El argumento supremo y único siempre es: "¿y no voy a poder fumar yo dónde y cuándo me salga de los huevos?"
Cuando la respuesta a esta pregunta es no, quieras que no hay una merma de libertad objetiva. Yo, que tuve la suerte de dejar de fumar cuando quise, entiendo la incomodidad de que te presionen para hacerlo. Es como que te obliguen a dejar al novio tres años antes de aburrirte de él.
No obstante a veces es útil poner ciertas cosas en perspectiva. Uno de estos días en Nueva York (la ciudad más moderna de Estados Unidos, y una de las que más implacablemente prohíbe fumar) se me ocurrió pasmarme de los nuevos y brutales anuncios que la poderosa agencia americana de la alimentación y el medicamento, la FDA, va a imponer de aquí a 2012 en todas las cajetillas de tabaco. Serán unos anuncios enormes y serán así como se ven en las imágenes que ilustran este artículo.
Glups, me estremecí al verlos, sintiendo en la tráquea un antiguo escalofrío rebelde. ¿No se estarán pasando un poco estos yanquis, siempre tan dados a la puritana exageración? Después de todo, ¿no fueron ellos los que hicieron el soberano ridículo de la ley seca, aprobándola en 1919 y teniendo que derogarla a toda prisa en 1933?
Sólo unos días después abro The New York Times y me encuentro con la sorprendente noticia de que las grandes tabacaleras americanas no están lo que se dice contentas con las nuevas restricciones pero tampoco van a pelearlas seriamente. ¿Y eso? Pues porque hace rato que han dado el mercado estadounidense por perdido. A medida que sus clientes lo dejan o se les mueren en Estados Unidos y en Europa (el Times es así de crudo), Philip Morris, R.J. Reynolds, Lorillard y otras grandes productoras del mítico tabaco rubio americano ponen la proa a otros mercados emergentes, sustancialmente en América Latina y en Asia.
Resulta que en el Tercer Mundo, o aunque sea en el Segundo y Medio, es mucho más descansado y rentable vender cigarrillos. Las protecciones sanitarias son menores, la dependencia de la economía local de la industria tabaquera es mayor (por ejemplo en Indonesia, donde hace poco el país se consternó con la noticia de un niño adicto al tabaco con sólo dieciocho meses) y si no lo es se la puede empujar a serlo. Por ejemplo Philip Morris International ha demandado judicialmente a los gobiernos de Uruguay y Brasil por imponer anuncios antitabaco "excesivos" que a su juicio "envilecen" a la industria. Como por lo menos en el caso de Uruguay el PIB del país es inferior a la cuenta de resultados de la Philip Morris, el pulso promete. La OMS denuncia un intento de la Philip Morris de intimidar al gobierno de Uruguay y a cualquiera que siga su ejemplo.
¿Que todo esto podría ser pérfida propaganda yanqui antitabaco? Of course, of course. Pero teniendo en cuenta lo inusual que es en Estados Unidos disparar torpedos contra la industria del propio país, y en plena crisis encima, algo de agua llevará el río, para sonar así. ¿A lo mejor algunas libertades que creemos que nos están quitando son un regalo envenenado para otros?
Por cierto, y acabo: la ley seca se aprobó en Estados Unidos coincidiendo en el tiempo con el sufragio femenino. Durante años votaron masivamente a favor de los políticos que la defendían muchas mujeres de inmigrantes alcoholizados (la vida en los gangs of America era dura) que veían en la botella el equivalente de la miseria y la destrucción de sus familias. Hay veces que no es que la gente sea puritana –o no sólo- sino que además está tan puteada que no acaba de apreciar la libertad como un bien supremo. O ni siquiera como un bien.
Qué raro cuando la libertad deja mal sabor de boca.
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Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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